CRUZ DALIA MURO MARRUFO

  • Historiadora, escritora y poeta.
  • Licenciada y Maestra en Historia por la Universidad Autónoma de Zacatecas “Francisco García Salinas”.
  • Doctorante en Estudios Novohispanos. UAZ.
  • Autora de diversos artículos históricos y reseñas críticas en revistas indexadas y libros colectivos.
  • Coordinadora del libro “Saín Alto: historia, arqueología, arte y cultura”, 2021.
  • Segundo lugar en el concurso estatal de ensayo político “La experiencia de las zacatecanas en la gobernanza municipal y el poder legislativo”, en su edición 2021, promovido por el IEEZ y la Comisión de Paridad y Género del Congreso de la LXIII Legislatura del Estado de Zacatecas.
  • Ha recibido diversas distinciones en concursos internacionales de escritura a través de la plataforma Ifreedoms, entre los que destacan dos primeros lugares, un segundo lugar y una mención honorífica.
  • Seleccionada entre los mejores poemas en el Certamen internacional de Poesía de Invierno 2022, en Sevilla, España.
  • Primer lugar en el género de narrativa literaria, en el Concurso Internacional Notas Migratorias & Macondos del siglo XXI “César Vallejo” 2023, por Fundación Universidad Hispana, Perú.

El macetero

La cosa es que hay un desplazamiento en el lenguaje de las cosas inertes (valga la
redundancia). Y paradójicamente, en esa voz con hedor a muerte está su vida. Me refiero al macetero de cerámica y no a la hoja elegante que vive en él. Sé que es elegante porque eso me dijo la señora de la florería, entonces, yo digo que su elegancia es por la singularidad de sus tres hojas. A ella sí la escucho, especialmente cuando tiene sed. Pero, el macetero fue condenado a ser lo que es y a significar lo que significa. Lo sé, la planta tampoco es libre. Y yo, que soy quien significa, quien adquiere las cosas y las ordena para llenar el espacio, también soy prisionera del lenguaje.

A veces creo que el espacio también me habla. Pero definitivamente, aunque las no palabras son magnéticas, realmente no las comprendemos. El lenguaje tiene diversas formas, el cielo múltiples voces, y el signo es unívoco en su materialidad. El macetero sobre la mesa de madera, el tapete de macramé y los libros, junto al sofá, la pared blanca y el calor de esta tarde, enuncian y atraviesan su voz poética de habitación en habitación: chocan con el closet, la cama y el buró, y principalmente, contra los juguetes. Y si mis amigos vienen a casa, ellos encuentran un susurro diferente, diferente al tejido que yo encuentro, pero familiar a su mirada. Esto me lleva a la conclusión de que el sentido escapa a la historia, es escurridizo, más no perecedero. Su individualidad muere con nosotros, su colectividad sobrevive en fracción. De su colectividad es de lo que hablo hoy.

Espera

Faltan cuarenta y cinco minutos para que el bus llegue. A mi lado dos hombres conversan, tienen una risa fresca. Hay mucha palabrería en el aire; a alguien le está entrando una llamada, suena su teléfono. Detecto la voz longeva de una mujer, por algún motivo pienso “Camila”. Sí, esa voz es de Camila, y detrás de mí la de un tal Alberto, parece ser la de un hombre de cincuenta años o poco más, es acelerada, fuerte y tiene una tesitura particular. Percibo pasos, pisadas, y la entrada de metal giratoria del baño no ha dejado de sonar. Principalmente, voces tejiendo el viento, son incomprensibles pues hablan de todo y nada, en conjunto todas tienen el mismo lenguaje: la espera. La central de autobuses es un sitio para dar tiempo al tiempo, y siento que le debo justo éso: esperar sin prisa. Nadie lo hace.

Siete días en prosa poética: Domingo

Es domingo. Hay misa a las 8:00 AM, las 12:00 PM y las 7:00 PM. La del amanecer es para los niños. Los domingos acortan la distancia entre lo humano y Dios. Los domingos son días de reunión familiar. Los encuentros humanos son diferentes en el domingo y no sé cómo explicarlo, se siente. Para mí es el último día de la semana y veo en él un lenguaje trivial y discreto. El 99% de su composición es igual cada semana, pero en el 1% desigual es donde ocurre el génesis: donde todo pasa, donde todo se agita y donde todo se transforma. Debo anotar que para mí los domingos son de estar en casa, aislada. Los domingos me recuerdan que el tiempo es un remolino y que nosotros bailamos en su vaivén. En el 99% me siento saturada, en el 1% escribo para liberar la carga. Últimamente evito las explicaciones, lo cual me llena de una esperanza inusual. Y como los domingos son los contrafuertes de la semana, serenos y desnudos. Aquí, tirada en el sofá doy por resuelto el dilema: comprensión. No siempre podemos estar; no somos Dios. En todo caso, se dice que Dios es hombre, yo sólo soy una mujer observando la narrativa de Dios en un domingo cualquiera. Aludo, este domingo se esfuma en sarcástica lentitud.

Siete días en prosa poética: Lunes

El sinsabor de los lunes sabe a chocolate. Lo sé, es una contradicción. Sin embargo, sé que todos conocemos el sinsabor del chocolate: es atrevidamente seductor, seco y quebradizo. Los lunes vienen en fase, crean la impresión de que el tiempo avanza en línea recta hacia el futuro. Pero enesta esquina de la casa, el sonido del portón de la casa del vecino, las contracciones de la madera, los ladridos del perro, la motocicleta y el alboroto de las últimas horas del día, me hacen comprender que el mañana es una acción inversa, viene desde el futuro con la incertidumbre y los miedos en la canasta, y todo lo ahoga, hasta el sabor del chocolate que tanto amo. Yo regreso, más de lo que voy, omejor dicho: voy regresando. ¡Qué barbaridad de expresión lingüística!

Los lunes, definitivamente, no son carismáticos. Yo qué sé de sus sabores, sólo que se deshacen como el chocolate en mi boca y por eso son perfectos. Los lunes son aromáticos, engañosos y traicioneros. También, son excusa, sobre todo: excusa de la creación. Hoy, me cuesta tejer las palabras, escapan a mis agujas. La vida es así, escapista. Tiene su propio argot, en críptica monotonía. No es que falten o sobren las palabras para desenredar su métrica, es que la lógica de su fórmula es que no hay fórmula. Es como pretender atrapar la lluvia en un cazamariposas. Los lunes son como la lluvia: pasajeros.

Día de poco viento

Hace un poco de viento en esta tarde cálida, su paso resuena en los vidrios de la puerta, como si quisiera romperlos con su tacto. Su aire sonante me induce, me llama, me lleva a buscarlo entre la atmósfera invisible y la realidad cognoscible que me atrapa. Tras el patio de mi casa, cerca de la vena de agua con que se riegan las huertas hay dos nogales y en medio de ellos un mezquite, tan grandes que desde mi posición parecen estamparse con el azul del cielo. Ese azul hipnótico que siempre se cuela en mi tintero. Están ahí, en disfonía meciéndose envueltos por el ritmo de la ventada, al son de sus golpes; se separan, bailan, el sol del ocaso los toca, sus hojas parecen brillar desde mi vista borrosa, y mi cuerpo estático se mueve con ellos. Su corazón es verde, como el color de sus ropajes en este verano: sereno y sublime. El verde es canto que se funde con la vibración celeste y el blanco de las nubes, con el marrón pardo de la tierra desde donde están sumergidas sus raíces y, sobre todo, con la tez morena del viento.

Del polvo al color hormiga

Se preparan en los hornos hechos de ladrillo u adobe, donde se fragua el cuerpo longevo y seco de los árboles que se han rendido y yacen ahí, entre el monte. El sonido de la leña consumiéndose entre las llamas es inconfundible, se transforma, se achica y algunas veces alcanza la forma de ceniza. Hay que barrer el cocedor para que el calor sea uniforme y alcance la temperatura perfecta, después él introduce su mano un poco para medir su intensidad, y ahí desde las sombras mudas del día, cuando nuestrosancestros le susurran a través de la memoria “ya está”, sabe que es momento de extraer las brasas y dejar que el calor se guarde por un par de minutos para meter el pan, redondo y esponjado; su fragancia vestirá el aire y cual vagabundo andará entre las calles colándose en las entrañas de nuestro ser histórico. Hacer pan es un ritual; hay que escoger y pesar los ingredientes: harina, canela, azúcar, huevo, sal, manteca…, y más. Él lo hace con sus memorias, sabea simple vista la cantidad necesaria y los tiempos de cada sección en el proceso de elaboración del pan.

Recuerdo la primera vez que mis manos se hundieron en la harina y cómo su textura fue cambiando hasta convertirse en masa; pero especialmente, ese instante en el que instintivamente mi piel supo que la mezcla estaba lista para reposar; y a él, sus ojos marrones, claros y transparentes como el viento, casi amielados. Esa mirada intensa que veo ahora en los ojos de mi hijo cuando se sienta a mi lado, a ratitos voltea, me mira y sonríe, mientras sus pequeñas manos sostienen el rodillo (de madera)extendiendo el pan. Ese instinto que estaba en él, que está en mí y que mi hijo está descubriendo ahora, pues en esta tradición culinaria nunca hubo instrucciones, solo miradas, gestos, silencios, conversaciones interminables e intuición.

El pan es un gesto de entrega, de comprensión, de empatía y, sobre todo, de amor. Ese es el secreto de su pigmentación “color hormiga”, colorada diría yo. En su sabor va nuestro ADN cultural, el que nos crea como comunidad y nos une en un mismo aroma avainillado. Pan ranchero, semitas de trigo, empanadas rellenas de chilacayote y gorditas de cocedor, son parte de la cocina tradicional de Saín Alto, la tierra que nos unió a mi tío y a mí en el oficio de la panadería artesanal.

Siempre pensé que los chilacayotes se parecían a las sandías por su cáscara verde, no así por su cuerpo blanco que, además, se deshebra una vez cocido y acaramelado. A diferencia de la tez colorada del pan, la conserva de chilacayote se parece al color de los “alacranes”, muy abundantes por esta zona. Y si de semitas hablamos, su coloración morena nace gracias al abrazo entre el trigo y el calor.

Tomo los trozos de masa en mi puño, los moldeó, veo las pecas en su tesitura pálida y su olor a masa cruda penetra mis pensamientos; observo cómo se fermenta y cómo empieza a colorar dentro del cocedor, es una analogía a la cotidianeidad de los atardeceres que iluminan el cielo, pregonando paradójicamente, el ciclo de la noche donde hoy descansa su nombre: Darío Muro. Mientras tanto, me parece que la vida se va a cuenta gotas dentro de un ratito que nos da la posibilidad de ser eternos, de dejar huella en algo tan común y ordinario como es una pieza de pan;entonces, sé que ahí se gesta lo extraordinario de existir, en ese punto donde se unen el sabor y el aroma.

ENCUENTROS CULTURALES: La tiendita de mi barrio

Hasta hace pocos años en mi pueblo las tiendas de abarrotes de la esquina seguían siendo los principales espacios comerciales, junto al tradicional mercado (ubicado en el centro del poblado) y los vendedores ambulantes, que diría yo, de ambulantes no tienen nada, pues desde que recuerdo se ponen todos los días en el mismo lugar y siempre que paso nos saludamos con clásico “adiós”, levantando un poco la cabeza y sonriendo. La gasolina se vendía en casas particulares por litros, cuyas medidas eran botes de plástico y se les echaba a los vehículos con un embudo. Había una tienda en especial que dominaba la economía local: la de Povo. En ella se vendían desde artículos de ferretería hasta alimentos; todo se encontraba ahí. Los granos – e incluso las galletas- se vendían a granel en conos hechos de periódico. A mí ya no me tocó, pero sé perfectamente dónde se ubicaba: a un lado de la parroquia frente al jardín municipal. Con el tiempo, los comercios se fueron fragmentando: ahora hay mueblerías, cervecerías (el pulque desapareció), ferreterías, minisúper, etcétera. Las tienditas han sobrevivido, pero van en declive. Hace un par de años se inauguraron las primeras gasolineras y después llegaron las tiendas de conveniencia. Sí, hablo de esa marca que todos y todas conocemos y que están en todos lados supliendo el papel cultural que antes tenían las tienditas de la esquina.

Estoy segura, como historiadora cultural, que el universo simbólico de un poblado se puede explicar a través de sus tienditas, porque en ellas convergen expresiones lingüísticas propias de la comunidad, los rituales de consumo, la gastronomía tradicional, las prácticas agrarias y las formas de convivencia, sólo por mencionar algunos elementos. La semana pasada, me encontré con Panchito, el dueño de la tienda de la esquina de mi barrio. Cuando nos vimos, vinieron a mi memoria todos esos momentos en que mi mamá me mandó a su tienda cuando era niña: a las señoras entrando y saliendo con su mandado, los saludos, el chisme, a los agricultores vendiéndole sus productos, a los surtidores y a los señores reunidos ahí para tomarse una cerveza. Le sonreí y levanté la cabeza, sin decir palabra; él hizo lo mismo.

Cada determinado tiempo, coincido en el minisúper o en la calle con una señora en particular, como de setenta años aproximadamente. Ella desde hace veinticinco años me hace las mismas preguntas:

¿Cómo estás? ¿Cómo está tu mamá? ¿Tus hermanas?

Bien, en casa siempre contesto.

Salúdame mucho a tu mamá concluye.

Sí, de su parte. Hasta pronto cierro conversación.

Ahora soy mamá y también me pregunta por mi hijo y mi hija, me dice que le hubiera gustado ser mamá, pero que Dios tenía otros designios para ella. Esas mismas conversaciones sobre lo que acontece a diario, sobre los chismes del pueblo, sobre la familia y sobre uno mismo, las he tenido con las señoras y señores de la tienda, mientras me despachan el mandado. El punto es que, no me imagino hablando de todo esto en una tienda de conveniencia, donde no existe este sentido de pertenencia. Las tienditas de la esquina nacen de las entrañas de la comunidad, no sólo por su ubicación geográfica en la traza urbana, sino por los lazos simbólicos creados entre el espacio, quien vende, qué vende y quien compra. Ahí radica el sentido de ser comunidad. Por ello, cuando Panchito y yo coincidimos nos reconocemos en la historia y la cultura que compartimos. Él con sus -quizá- ochenta años, yo con mis treinta y dos. El señor o señora de la esquina, no sólo es el o la que vende, es parte de nuestro ser social, nuestro vecino o vecino, casi familia; esa es la diferencia. En pocas palabras, las tienditas son puntos de encuentro cultural.

Anochece

Afuera hay una calma inhóspita por cuyos poros se infiltra mi aburrimiento, la tarde es entrometida y chismosa, me asedia con su artillería. Ojalá asesine esta desgana con que recargo mi cuerpo a la pared. A espaldas de la rendija hay un beso de escalofrío, de mutismo gestándose en los ladridos del perro que ha roto la melancolía de las calles en este enero transitorio. Aquí estoy yo, ellos en la habitación; la pequeña Tesy duerme en el patio, a ratitos viene, va pal corral y arrastra su patita, sus ojos azules se enclavan en la semántica de los pasos del vecino que baja la calle también con desgana, el sonido de sus pasos es longevo y errante, como el de las hojas del árbol y su tronco inmóvil. Anochece, siempre anochece.

BAILAR ES…

Pienso que bailar es como los últimos rayos del sol por las tardes que pulen el día con su embrujo y su dorado hermoso. La luz es un espectro libre, bailar también. Adivino sus movimientos y el zumbido de sus pensamientos, y sus sonrisas, y el nude otoñal de sus cuerpos… La música es electricidad, es una prisión perfecta para la libertad; lo dicen sus brazos que se entrecruzan y sus labios que se asechan. Bailar es, quizá, la noche añeja: tiene canas, la piel longeva, la voz madura y la mente sabia. Su baile es un asalto para la vista, y mi vista convulsiona, y mi cuerpo se petrifica, y la libertad sabe también a yugo.

SILENCIO

El auto arranca, pienso que es color rojo. En realidad, no lo sé, lo imagino. El perro ladra, recibe respuesta, pienso que su color es canela. Hace tres meses que lo cotidiano es ir y venir. Acá el viento tiene un sonido diferente, fresco, ligero y vacilante, lo escucho en las madrugadas. Los pájaros son escasos; pero, por primera vez uno canta. Su voz es una revolución entre el ruido citadino, especialmente las palabrerías de la gente que pasa y los autos que bajan la avenida. Hasta el refrigerador parece expresarse a gritos, me desconcentra. Y, sin embargo, en el escándalo del ruido late un silencio rotundo, necesario. El silencio dispuesto para el nunca más. El silencio abre sus brazos a la quietud y al movimiento. El silencio es un velo índigo, transparente, nos cruza y lo cruzamos. El silencio es omnipresente, fluye bajo el cielo turbulento de cada mañana. Lo cotidiano nace de la hibridación entre el ruido y el silencio. Está en la puerta que se azota cuando el viento la jala a su fuerza, en el gris del piso, en el frío que mi piel detecta, y eso que afuera hay sol. Esencialmente, lo veo al interior del “Burrun-burrun” de los autos y el “Chucu-chucu” del tren que se parece al “Chuic” de un beso y al “Chss” cuando pido a mis hijos que guarden silencio. ¿En verdad el silencio se puede guardar? Para mí, late, “Lub-dub“, al ritmo del corazón. El ruido viaja por las venas del silencio, por eso el tren palpita con el chirrido de sus rieles, y en reacción, la tierra se eriza. Este martes soy yo con mi silencio, “Humummmhmmm“, exhalo. Los colores son mudos.